¡HOLA A TODOS!
¿Cómo va el inicio de esas vacaciones?
Si me permitís, me gustaría regalaros una pequeña historia
¿Queréis que os la cuente?
Había una vez un niño que vivía con su familia en un pequeño pueblo. Era un niño, que aún siendo muy travieso, tenía un corazón enorme y siempre estaba dispuesto a ayudar a su familia.
Por este motivo, desde que contaba con tan sólo 6 años, dejó de ir a la escuela para poder ayudar a su familia. Se encargaba de llevar las ovejas de su familia hasta el monte, ¡él sólo! sin más compañía que dos perros pastores.
Y allí que iba él, monte arriba, con sus ovejas, fuese invierno o verano, con frío o calor, lluvia o viento. Cuando volvía, cada tarde, preparaba la cama del ganado y ayudaba en casa en todo lo que se le pedía.
Sus padres, que aunque eran muy humildes, se preocupaban de su educación, pagaron al maestro del pueblo para que su pequeño, después de su jornada laboral, recibiese las lecciones elementales para saber leer, escribir y las cuatro reglas básicas. Así, con mucho esfuerzo (y mucho sueño porque madrugaba mucho), y alguna que otra regañina del maestro por quedarse dormido en la lección, fue aprendiendo cómo sonaban y se juntaban las letras y cuánto hacían tal o cuál número juntos.
Ese niño fue creciendo, y descubriendo por sí mismo que si se quedaba en el pueblo sería difícil sacar a delante a su propia familia, si es que algún día llegaba a tenerla. Por ello tomó la determinación de hacer su maleta, y con 16 años, emprendió rumbo a la ciudad, en busca de un trabajo, una esperanza distinta, un futuro algo mejor.
En la gran ciudad encontró trabajo como aprendiz de cocinero, y poco a poco se fue haciendo un hueco en un gremio, en otro tiempo más valorado y cuidado.
Allí conoció también a una chiquilla, de los mismos años que él. Era pecosa, con el pelo largo, muy largo; y liso, muy liso. Con el paso del tiempo formaron juntos una familia.
Gracias a su esfuerzo y cariño conjuntos dieron a sus hijos una educación, la mejor que pudieron, y siempre les alentaron a que fuesen buenas personas, a que se esforzasen, a que siguiesen siempre adelante pese a las dificultades, porque la vida está para vivirla y disfrutarla.
Vivieron momentos muy felices como el nacimiento de sus nietas: y otros amargos como la hiel, como la pérdida de un hijo. Pero fueron haciendo su camino siempre sin prisa.
Un día, ese niño, que ya se había hecho un poco mayor, se puso muy enfermo. La mala suerte quiso que fuese una enfermedad que los médicos no podían curar y murió.
Si les preguntáis a vuestras familias, seguro que hay miembros de su familia que han vivido historias semejantes. Esta para mi es especial porque es la de mi padre. Una de las cosas con las que me quedo de todo lo que me enseñó es del valor TRANSFORMADOR que tiene la EDUCACIÓN y del valor que tiene el TRABAJO BIEN HECHO (sobre todo para uno mismo).
Mis queridos niños, no dejéis nunca de hacer las cosas tan bien como las habéis hecho hasta ahora, y si podéis, hacedlas un poquito mejor cada día, la satisfacción será enorme.
¡Os abrazo a todos!